Siempre, desde que era pequeña, le habían dicho lo peligroso que era subirse a los árboles. Al principio lo hacían solo su madre y su abuela hasta que se les unió toda la familia, ahora también continuamente la advertían del peligro su padre, sus hermanos, sus tíos y algunos vecinos.
En realidad era lo normal, ya que ellos eran los hijos de la montaña, y en el bosque nunca habían sido bien recibidos.
Sin embargo ella encontraba la paz que necesitaba entre la frondosa y salvaje selva. Amaba a cada bicho, cuadrúpedo, ave y planta que se encontraba en cada excursión que emprendía sola. Había aprendido a usar el lenguaje de las serpientes y entendía a las peludas tarántulas que solo querían descansar. Y por supuesto lo que más le gustaba era subirse a las ramas. Desde allí arriba era capaz de ver el mar rasgando el horizonte, su madre la montaña y el resto de la selva. Se entretenía durante horas observándolo todo y escuchándolo todo, buscándo formas en las nubes, imitando los cantos de las aves que volaban sobre ella y comportándose como los monos que la vigilaban de cerca.
En aquel lugar al que no pertenecía pero en el que se había hecho un hueco se había encontrado a si misma, y cuando llegó el momento, el mundo se convirtió para ella en una explosión de colores aguados y brillantes que se sentaban a su lado en la rama más alta de la selva. Un papagayo enorme la acompañaba, extendía sus alas y con sus plumas la protegía de todo mal y le enseñaba las maravillas que la aguardaban más allá de su aldea, de la selva, de la montaña y del mar.
Pero ella aún no quería verlas. Por ahora su lugar estaba allí, sentada en el árbol, con la cabeza apoyada en las plumas de su papagayo sabiendo que si se quedaba dormida su animal la protegería. En sus sueños, el ave y ella eran uno, y unidos como el uno que eran volaban y volaban sin descanso sin nadie que les dijera lo peligroso que era subirse a los árboles.
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