lunes, 4 de noviembre de 2013

Borracha agresiva.



No, no soy una borracha graciosa. Normalmente cuando me emborracho acabo haciendo cosas de las que después me arrepiento. Como aquella vez que me acosté con dos tíos la misma noche en una juerga de la facultad. O cuando intenté hacerle la cena a Andrew y los burritos acabaron pegados en la sartén y por poco le prendo fuego a la cocina. O como aquella noche que por muy poco acabo ahogada en la bañera por quedarme dormida en medio de un baño de burbujas acompañada de una botella de vodka del malo.

Los únicos pensamientos suicidas que he tenido han sido estando muy pedo. Es como un momento de lucidez entre todo lo que pretendo olvidar con el alcohol. De repente me levanto y tambaleándome doy vueltas por mi apartamento buscando una bonita forma de morirme. Pero no importa, porque siempre termino abrazándo el váter y vomitando todo el alcohol que mi pobre hígado ya no soporta.

Durante unos días muy malos prometí que nunca volvería a pasar por una resaca de ginebra, de vodka, de tequila y de whiskey. Así que simplemente me quedé con la cerveza.

Y aquí estoy, con casi ocho latas vacías de cerveza premiun en la mesa, la barriga hinchada, la vista desenfocada y con ganas de hacer alguna tontería de las gordas, de esas que prometo nunca más en la vida hacer.