viernes, 6 de marzo de 2015

Dulce tabaco.



Porque cada vez que te llevabas el filtro a la boca e inspirabas profundamente no solo tragabas un humo lleno de nicotina, toxinas y alquitrán. Respirabas todo lo malo que se te había acumulado durante el día. Quemabas en el papel todo aquello que te tocaba la moral y la vida entera.

Que te quemara la garganta ya era pura rutina y que te apestaran los dedos era incluso placentero. No te importaba dejar tiradas las huellas de tus labios en cualquier acera y en las entradas de los pubs. Me preocupaba que no pudieras dejar el vicio pero tampoco es que me importara del todo. Al fin y al cabo siempre acababas haciendo lo que te daba la gana ignorándome, siempre ignorándome.

Y mientras volvías a golpear el cigarro para dejar caer la ceniza en el cenicero en que se había convertido nuestra relación era como si yo expirara el humo que te habías tragado. 

Y lo peor es que me daba el mono. Y por eso te odiaba un poco más. Hasta que me ofrecías un cigarro y así quemaba mis preocupaciones contigo.