domingo, 15 de marzo de 2015

Lone Star.



Hace mucho, mucho tiempo, mi madre solía contarme historias sobre las estrellas.

Recuerdo como nos sentábamos en el césped del jardín de atrás cuando todavía la noche no llegaba a la madrugada y mirábamos hacia arriba en busca de las más brillantes, normalmente no encontrábamos muchas, pero había noches que con suerte conseguíamos ver las osas hermanas y alguna que otra constelación.

Yo le solía preguntar que si las estrellas dormían de día y si era por eso por lo que salían solo de noche. Cómo era que no se caían del cielo. Quién las encendía para que brillaran tanto. Mi madre, pacientemente, me explicaba dónde estaban cada una de ellas. Me contaba viejas historias sobre marineros perdidos que conseguían volver a casa guiándose por el cielo, cómo las antiguas civilizaciones inventaban leyendas sobre ellas y a qué distancia estaban cada una de ellas. Me enseñó sus nombres para que fueran mis amigas y para querer conocerlas un poco más, para algún día viajar entre ellas y no ser tan descortés de no saludarlas por su nombre al pasar a su lado.


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